Ella está parada en la esquina de Córdoba y Junín,
ella junto a unos trescientos peatones más que aguardan ansiosos el cambio de
luz en el semáforo, su impaciencia los vence, ya varios ganan el terreno de a
centímetros, bajan el cordón y dan pequeños pasos como si nadie notara sus
intenciones hasta que todos deben retroceder velozmente porque el colectivo 132
pasa a toda velocidad casi besando el cordón de Plaza Houssay. Un hombre, de
unos cincuenta años despierta de su letargo y con un sonido que parece salir
del medio de sus entrañas grita “¡Hijo de puta! Vas a matar a alguien”. Nadie
lo mira, seguramente el colectivero no lo escucha, el hombre exhala con aire la
bronca residual y vuelve a su letargo. Finalmente la luz del semáforo da la
señal de partida y la horda cruza atropellándose. Ella no cruza, se queda
quieta un segundo, me mira, toma un poco de aire y me dice “Separémonos”.
Es una tarde de sábado llena de sol, es primavera y la
temperatura no supera los veinticinco grados, corre una brisa solidaria que
hace olvidar cualquier calor. La gente en Villa del Parque sale, el barrio camina sus calles, familias,
chicos, grandes, todos deambulan, no siempre con destinos prefijados, muchos
curiosean por los negocios de la calle Cuenca, otros descansan por la plaza,
algunos van en bicicleta sin apuros aparentes. Dos parejas de ancianos, de los
de antes claro, de aquellos con hombres en rigurosa boina y mujeres de blusa
caminan también por Cuenca y se detienen casi llegando a Marcos Sastre, se
detienen porque les vino en gana, se detienen a debatir quizá el próximo
destino, se detienen tal vez a descansar, no lo sé, la realidad es que sus
cuatro humanidades cubren casi toda la calle mientras una joven de paso ligero
se ve atrapada en la emboscada
geriátrica, los esquiva sin poder evitar un ligero empujón de hombro hacia uno
de ellos y antes que cualquiera pueda decir algo, ella sin girar le dice al
piso “Muévanse viejos” y murmulla algo más que no se entiende pero huele a
insulto. Dora, la de la blusa floreada lo mira a Don Esteban, mueve la cabeza
en desaprobación y le dice “Separémonos”.
Y Teresa en una discoteca en Mar del Plata, donde bailar
es una actividad imposible porque la gente apenas puede caminar, y Horacio
haciendo equilibrio en la Línea D del subte, donde es imposible llegar a
sostenerse de la baranda sin dejar sus bolsillos a merced de algún ladrón ágil
de ideas y de manos, y Julián tocando bocina en un piquete por Alem, y Marcela
haciendo una cola interminable en el Banco Nación de Congreso y Cabildo, y
Gabriel yendo a ver al club de sus amores sin su hijo que es muy chico para las
avalanchas, y Juan, e Inés, y Alberto, y Ana, una sola palabra, un solo deseo,
separémonos.
Un poco más de espacio, un poco más despacio.
Separémonos.
Nos estuvimos juntando, nos estuvimos apilando, nos
estamos empujando, gritando, tropezando, chocando, atropellando, robando,
insultando.
Separémonos. Separémonos.
Hay un mundo aún inmenso, hay un espacio aún generoso,
¿Por qué estamos tan juntos?, ¿Por qué estamos tan cerca? ¿Tenemos miedo de
estar solos? ¿Así estamos acompañados?
Hay tiempo, pero es hora de hacerlo, es hora de liberar equipajes, tomar lo que es necesario, y respirar un aire más libre, un aire más nuestro, un aire menos compartido, menos mendigado.
Hay espacio, hay tierra, hay verde, hay ciudades
perdidas donde el tiempo gotea, donde la gente sonríe más a menudo y conversa
por más tiempo, hay mejores silencios, hay silencios reales sin doble vidrio.
Un poco más de
espacio, un poco más despacio. Separémonos.
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