lunes, 26 de noviembre de 2012

Las mil y tres noches - Última noche


Me es difícil juzgar la belleza de una ciudad, existen muchos parámetros, cantidades de cuestiones arquitectónicas, históricas o geográficas que no domino, simplemente observo, simplemente exploro y siempre me llevo algo, siempre, seré distinto al final del viaje, no de este en particular, sino de todos los que hice y haré.

Decido asomarme un poco por fuera de la Medina, hay otro Marrakech del otro lado de las murallas, es innegable la personalidad de esta parte de la ciudad, es indudable su carácter pero también lo es su pobreza, las calles lo muestran y su gente no lo esconde, ahí está, se vive día a día, muchos duermen en la calle, muchos mendigan, nada nuevo, nada impresionante, simplemente una realidad, su realidad. Khalid es el taxista, hablamos por señas, no hay idioma puente que nos acerque esta vez, ni bien salimos me va señalando los hoteles de lujo y a medida que nos alejamos las casas no pueden evitar mostrar su rasgo francés, atrás, la Medina se pierde bajo el sol, que sigue ahí, implacable. Las pequeñas motos, las carretas, los autos de otro siglo desaparecen, acá todo parece nuevo y seguramente lo sea. Khalid me deja en el Jardin Majorelle, un pequeño jardín botánico que es un emblema de la época del protectorado francés en Marruecos. 


Había leído que durante aquel período se trató de mantener el espíritu local en las construcciones y respetar los estilos propios de la ciudad, de algún modo se puede decir que es cierto, se intentó, pero uno nota la diferencia, se respira otro aire, se ve otra gente, es distinto. Supongo que es difícil tratar de ser parecido a algo que es distinto a nosotros mismos, el intento resulta estéril, voy pensando estas cosas mientras disfruto el imponente jardín, más allá de todo ello, es imponente, me siento en un banco a tomar agua y respiro, hace un tiempo que no hacía esto, y lo disfruto.


Humo, el centro de la plaza Jemaa el Fna, la principal, eleva una columna que nubla el cielo, todo humo que se ve desde todas las pequeñas calles que llegan allí, ya se han ido los encantadores de cobras, ya se han ido la mayoría de los puesteros, sólo queda este inmensa feria de comida que desaparecerá en una horas para volver a nacer cada tarde, todos los días construirán este inmenso mercado de comida y todos los días lo desarmarán. Voy caminando entre los distintos locales, mis brazos no son míos, son de ellos, cada tres o cuatro pasos alguno me agarrará e insistirá en que coma en tal o cual lugar, negarse es un arte, un simple “no” es inútil, lleva un par de minutos convencerlos y poder seguir adelante. Finalmente uno me convence, luego de varios que me charlaban de Maradona y Messi cuando les decía que venía desde Argentina este me dijo en un español perfecto “¿Argentina? ¡La Albiceleste!”, la originalidad siempre da frutos, así que entre sonrisas me siento en el puesto 34, en una de las esquinas de este cuadrado inmenso. 


Pan y salsa, independientemente de lo que vaya a ordenar, eso viene, junto con una pequeña lista escrita en varios idiomas, me decido por unos mariscos mixtos y voy charlando con la mezcla de turistas y locales que se acerca al lugar, esa es la dinámica, estamos todos sentados alrededor de la cocina, no hay separaciones, la charla es una y varias, y uno puede elegir dónde escuchar, dónde opinar. Los cocineros no se detienen un segundo, perdidos detrás del humo de las planchas sólo abandonan el cuadrilátero para fumar y vuelven a la incesante tarea. Es mi última noche, no puedo pedir más, es hora de volver nuevamente. Ya aprendí los caminos, me siento más seguro en la ciudad, es la última noche, quiero quedarme más, quiero ir al desierto, ya volveré pienso, ya volveré, me prometo.



Youssef me invita el último té, la madrugada se nos fue una vez más charlando, me enseña cómo escribir mi nombre en árabe y algunas de las reglas del idioma, me parece apasionante, siento que el tiempo siempre es escaso, no me quiero ir, ya pienso en volver.

Llega la hora de dormir, la solemnidad de turno, los saludos finales, le agradezco a Youssef por todo, intercambiamos datos para algún próximo viaje y simplemente nos dimos la mano, aunque luego del apretón el se lleva la mano al pecho, me extraña un poco el gesto y le pregunto qué significa, se ríe y me dice “A los hermanos se los lleva en el corazón, y cuando uno saluda a un hermano, se toca el corazón”, repito el gesto junto con él y me voy, el me dice “No te olvides, tienes un hermano también acá” y volvió a reír.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Las mil y tres noches - Noche dos


El olor se va intensificando a medida que me pierdo en el mercado del Mellah, el antiguo barrio judío de la ciudad, el festival de colores es tímido, la luz apenas ingresa entre estas calles, no veo turistas, mi atuendo, mi rostro, todo me delata, pero a nadie parece interesarle, sólo camino, yo presto atención, ellos me ignoran. No veo las típicas artesanías que inundan los zocos, los vendedores no se me acercan a ofrecerme nada, lo único que inunda la cuadra es un abanico de olores, especias de toda índole, gallinas, pescados, vivos y muertos, Youssef me recomienda que compre tal especia, tal otra, que es el mejor momento porque los precios subirán en los próximos días, la celebración del sacrificio es en una semana, el Eid-al-Adha, la fiesta del cordero, sin importar la clase social la ciudad entera celebrará y hará un gran banquete, los ingredientes están aquí, algunos ahorran meses para este evento y Youssef lo sabe, a algunas horas de aquí, me cuenta, su familia lo celebrará en grande pero este año el no podrá ir, debe trabajar.


Decido hacerle caso y entramos a la pequeña tienda de Rashid, el con paciencia me explica que azafrán se usa para el cuscús, que pimientos para el tajine mientras me invita un té del Sahara y me muestra el ritual de prepararlo, hace especial hincapié en no agregarle azúcar, en dejar que la mezcla de las hojas le dé el sabor adecuado, nos quedamos charlando, me cuenta cómo ha cambiado la ciudad en los últimos años, y lo difícil que es sobrevivir hoy en Marruecos, el té se hace largo pero la conversación disimula el tiempo, voy aprendiendo, voy empezando a entender, es un momento importante aunque no lo haya notado, en un futuro, tal vez no tan lejano, comprenderé la importancia de aquella charla, por ahora sólo escucho, sólo miro.


Perderme en las calles, perderme en la noche, no saber donde estoy casi siempre me produce una especial excitación, los primeros días de una ciudad nueva, esa sensación increíble de no saber, las esquinas son incógnitas y errar será más humano que nunca. Claro que los rostros van cambiando, a estas horas la ciudad vieja aminora su ritmo cardiaco, y el murmullo ahora habla en árabe, estoy definitivamente perdido, son más de las once de la noche y tengo la sensación de ya haber estado en este lugar, las calles pequeñas no tienen nombre y el ruido me lleva siempre a la plaza principal, pero ahora quiero volver a dormir, aunque no se hacia dónde dirigirme, tengo un solo punto de referencia, un estacionamiento, que no he logrado encontrar en la última hora, no es cuestión de miedo, pero estoy incómodo. Acá todo tiene un precio, y la hospitalidad a estas horas, tiene su tarifa, preguntarle a cualquiera hacia donde ir normalmente no tiene respuesta, se ofrecerán indefectiblemente a acompañarme y ese servicio, claro, tiene un precio, que desconozco, esta lección la aprendí cuando me perdí por primera vez, pero entonces era de día, y el despiste costó cien dihrams, unos diez euros, no me es difícil asumir que el costo a estas horas será mayor. Al tiempo me rindo, mi mapa es indescifrable, no tengo referencia de donde estoy y decido mostrar mi rostro confuso a mapa desplegado, alguien entenderá que estoy perdido y alguien verá su oportunidad de negocio en mí. 


El proceso fue de unos segundos, ya estoy rodeado de dos marroquíes que dicen saber dónde voy, ya me están acompañando, ya charlamos de Messi y compartimos un cigarrillo, les insinúo que cuento con poco dinero pero hacen caso omiso a mi afirmación, en inglés, me dicen que no es fácil ir hacia donde voy, que es lejos y que esto me costará buen dinero. A mitad de camino trato de negociar, les muestro unos cuarenta dihrams, les afirmo que no tengo más, estamos en un callejón casi sin luz y el mayor de ellos vuelve a decirme en inglés que necesitan más, que eso no es buen dinero, y utiliza la única palabra en español que me dirá, sino “muerte, muerte”, la erre ruidosa y su rostro que no sonreía más me dio a entender que la negociación había terminado allí, le dije que conseguiría más en el hotel, y volvió a sonreír. Sólo quedaba confiar, si su intención hubiese sido cualquier otra, la noche, la oscuridad ya le había ofrecido la oportunidad durante todo el trayecto, ellos se asegurarían que yo llegue, pero cobrarían por ello. Al llegar, me abre Youssef, en rigor de verdad, ahí lo conocí y lo primero que me preguntó fue como me había juntado con aquellos dos, no tuve respuesta, el precio ya estaba en la mesa, doscientos dihrams, veinte euros, le consulté a Youssef si podría pagarles menos y me recomendó no hacerlo, me dijo que preste atención a la cicatriz en la cara del mayor de ellos y me dijo sin mirarlos “no son malas personas, sólo que eligieron malos hábitos, es mejor pagarles y olvidarse de esto”. Finalmente pagué, y aún nervioso, compartí el primer té con Youssef, lo último que me dijo esa noche fue “Tranquilo. Ya aprendiste algo nuevo, mañana serás más sabio”.

martes, 13 de noviembre de 2012

Las mil y tres noches


El sol no perdona. No perdona hoy ni perdonará en los próximos días, ahora se eleva en este mediodía implacable, no hay nubes, no hay viento, el sol reina un cielo inmenso, un cielo calmo, un paisaje único. Unos metros más abajo, acá a nivel del piso, el ruido es ensordecedor, las calles se angostan, motos y bicicletas recorren incesantes en todas direcciones, el espacio es reducido pero el caos parece respetar un orden complejo, trato de caminar con cautela, pero mi pausa entorpece el ritmo del río de gente, no hay tiempo de cuestionarlo, aligero mis pasos y trato de latir al mismo ritmo, que la corriente me lleve, es hora de disfrutar el agua.

No voy a ser estrictamente cronológico, me corrijo; no voy a ser cronológico, esto será simplemente un collage de imágenes, un rejunte de sensaciones, no deseo una crónica, no la busco, el orden aleatorio es lo que se grabó en mi memoria.

Leí mucho antes de llegar, cumplí con mi formalidad interna de estudiar el destino, leí una vez más para saber mucho sin entender nada, entendería al llegar y tal vez ahí podría empezar finalmente a saber. No puedo obviar que este es mi primer paso en África aunque  para la gran mayoría África sean leones, animales exóticos, tribus, safaris, pero no, también es esto, acá empieza para mí el continente, esta es la puerta que elegí o que en destino se abrió, no sé bien la diferencia. Acá a un par de horas del mar, acá a un par de horas del desierto, en este paisaje austero en flora, humilde en fauna, acá es donde se me escapan los ojos ante la riqueza de cada rostro, su gente me está hablando, aunque no usamos el lenguaje, no será necesario, hay un ritmo que va latiendo en sus calles que me da las primeras pistas de cuanta sangre corre en estas venas. Un mundo de miradas, los hombres detrás de sus solemnes barbas y sus sombreros blancos, las mujeres detrás del velo, cubiertas por las chilabas, la piel es un bien preciado, un tesoro oculto, solamente negociamos miradas, intercambiamos mensajes entre un parpadeo y el siguiente, eso es todo, los ojos me irán diciendo, me irán indicando.


“Y ahí no hay nada, solo Dios y las estrellas, nada en el medio, nada te separa” me dice Youssef en un inglés oxidado cuando me habla del desierto, la idea me fascina, y asumo que será una deuda pendiente, pero la imagen mental me inunda, mis ojos miran hacia adentro, yo viajo a esa tierra, se me cruza el desierto, recuerdo los dibujos de Saint-Exupéry, al Principito caminando en el desierto y viajo de nuevo, Youssef me pide perdón porque su inglés no cuenta con las palabras que el elegiría pero que es un lugar único, yo atónito pienso que no habría mejores palabras.

La noche ya vino hace unas horas en Marrakech y él me habla de su pueblo, me cuenta de su familia, de los cincuenta y cuatro familiares que comparten techo en la casa de su abuelo, me apuesta que al llegar a la estación de tren sólo bastará mencionar su apellido y seré tratado como un rey, que nadie dudará en llevarme a su casa, se acaba el último cigarrillo, tomamos un té, me cuenta que hace unas semanas tomó alcohol y que necesita cuarenta días para purificarse, que debe cumplir con ello, que debe hacerlo para poder volver a rezar, él que se declaró poco religioso, dice que necesita volver a rezar, que le hace bien. Se va la noche, el ruido del día enmudece, la ciudad ya duerme, la madrugada será un murmullo de pasos hasta el primer llamado a rezar, hasta que cerca de las cinco, antes que el día llegue, la ciudad despliegue su primer rito.


Tengo que ser cuidadoso, mi cámara, el sonido de cada disparo, cada vez que me detenga y enfoque, deberé ser respetuoso, no seré siempre bien recibido, Youssef será mi guía, el se disculpará por mi cuando me equivoque, una vez más, las miradas serán las que me darán la autorización, es un mundo nuevo, me siento tentado a retratar cada cosa, quiero acercarme un poco más, pero no puedo, hay lugares prohibidos, hay espacios ajenos, voy aprendiendo de a poco. La mezquita vuelve a llamar, es el Asr, el último llamado antes que sea de noche, observo como tranquilamente se acercan a la Koutoubia, la mezquina más grande en la ciudad antigua, simplemente observo, yo no puedo ingresar, acá en Marrakech no está permitido, decido no fotografiar el momento, sólo observo, a lo lejos se oye el llamado de una mezquita más lejana, ya el sol empieza a bajar, vuelvo a pensar en el desierto y la imagen aparece de nuevo.