Fue caminando lentamente hacia la esquina que daba a
la calle principal, el viento cansado no alcanzaba a levantar las hojas tardías
de otoño que aún quedaban en la calle, al llegar miró hacia ambos lados
inútilmente, miró por rutina, quizá con algo de curiosidad, pero no hubo caso,
ni un auto, ni un alma, igualmente aguardó que el semáforo indicase verde, y apresuró
el paso aunque no había razón para dar prisa.
Al llegar a la Calle 6 se detuvo, cerró los ojos, y
respiró lentamente. Quería oír tal vez un pájaro lejano, el sonido vencido de
las vías del tren cuando llega la formación de las cuatro y media, tal vez los
campanazos que llaman a la misa vespertina en la Ciudad Vieja, quiso escucharlos
a puño cerrado, empujando sus tímpanos, quiso escuchar e inmediatamente quiso
imaginarlo, pero aquellos sonidos eran hoy sólo palabras, sustantivos mudos, el
recuerdo de aquel ruido se hallaba hundido en la arena del inconsciente,
sedimentado por partículas de silencio, dunas y dunas sordas cubriendo toda la memoria
sonora, y allí él, con los ojos de cristal que se le rompían de impotencia, no
se permitió llorar y se mordió con fuerza el labio inferior y se echó a andar,
más rápido, más firme, con mucho, pero mucho más miedo.
No quería aceptarlo, en rigor de verdad, le daba
terror pensar en aquella posibilidad, que él estuviese sordo, que él se hubiese
quedado sordo era inconcebible, trataba de evitar que la idea anide en su
consciencia, pero en algún lado, en algún rincón que él no podía controlar, lo
pensaba, sabía que no era posible, pero repasaba el razonamiento para
convencerse de aquella imposibilidad.
El hecho que él no hablara desde hacía cinco
años tenía motivos, fundados o no, los psicólogos, psiquiatras, casi todo
especialista que lo había visto o tratado relacionaban su condición a un
trauma, aunque no se ponían de acuerdo en que trauma específicamente, el
diagnóstico coincidía, los síntomas coincidían con otros miles de casos,
fisiológicamente sus cuerdas vocales estaban intactas, así que era eso, un
trauma, vaya Dios a saber cual. Su vida no había sido fácil y contaba con un
puñado de buenas razones para decirlo, la muerte temprana de su hermano, un
accidente automovilístico que lo dejó tres meses internado, incluso haber
estado esperando en Atocha el tren aquella mañana de Marzo en 2004 donde
murieron 191 personas, en todo eso estuvo, pero a todo sobrevivió, y vivió,
hasta que un día, a sus veinticinco años, dejó de hablar. No fue un día
especial, no fue un día conmemorativo, es decir un cumpleaños, el aniversario
de algo que contenga cierto significado emotivo, nada de eso, simplemente un
Martes, entró a su casa, y quiso saludar a su madre y no pudo, no pudo emitir
sonido, y luego de tres años de idas y venidas, de tratamientos, de terapias alternativas,
simplemente se rindieron, le dijeron que tal vez algún día, que estas cosas
funcionan así, que no pierda las esperanzas, y él, una vez más, siguió, aunque
es difícil saber si siguió a rajatabla eso de no perder las esperanzas.
Todo esto el lo sabía, así como también sabía que oía
bien, que siempre oyó particularmente bien, que cualquiera que ese trauma
hubiese sido, ya se había llevado su voz, sabía, había leído que quienes nacen
sordos poseen dificultades para hablar, pero no al revés, que no podía ser, que
eso simplemente no sucedía. Ese razonamiento simple, ese silogismo de pocas
premisas daba vueltas en su cabeza cuando se intentaba convencer que el no
podía estar sordo, que era imposible. Pero ya habían pasado cuatro días desde
la última vez que oyó a un vecino saludarlo, y luego no oyó más. Al principio
parecía oír algunas cosas, tal vez más lejanas, pero creía oírlas, como que el
sonido iba agonizando, hasta que un día murió. Empezó tapándose la nariz y
dando unos soplidos vigorosos, tal vez se me han tapado pensó, pero no logró
nada, simplemente un sangrado de nariz y nada mas, luego gotas, recetas caseras
y luego, aterrorizado, se encerró en su casa. Estuvo dos días sentado en su
sillón, era fin de semana, y su pueblo solía vaciarse en esta época del año,
desde ahí lograba ver la calle pero no pasaban autos, a veces a lo lejos se
veía el humo del tren pero no lo oía, a veces se irritaba y daba zapatazos coléricos
contra el piso pero solo percibía el temblor de su cuerpo, al final del segundo
día, decidió quedarse quieto, no se acostó, no se movió, como una libélula
ninfa próxima a entrar en su adultez allí se quedó hasta que el Domingo, por la
tarde, se paró nuevamente, el mundo en silencio respiraba a su alrededor.
Fue a la cocina, se sirvió un vaso de agua, veía
como el fluido se desplegaba sobre el vaso en silencio y bebió, tenía la boca
seca y una sed terrible, bebió un vaso más, se colocó las botas, un abrigo y
salió. Todo esto recordaba mientras se convencía que no había explicación para
su sordera. Seguía caminando, ahora por la Diagonal que se dirigía al sur de la
ciudad, por momentos dudaba y se volvía a detener, se concentraba, al ver la
calle vacía, al ver el mundo quieto se ilusionaba en pensar que el ya estaba
oyendo y que era cuestión de esperar que el mundo hable, que si, que sin duda,
que el próximo sonido lo escucharía, y se le agolpaba la ansiedad en el pecho,
el no haría el sonido, hacerlo rompería el hechizo que duraban esos segundos,
hacerlo destruiría esa pequeña poción de esperanza que el abrazaba como un
líquido vital, no, no sería su sonido, y luego tal vez un pájaro y el silencio,
y resoplaba y el silencio, y volvía a dar un paso, y otro y el silencio. Y
escondía las manos en su Montgomery, y seguía, hacía el sur, sin claro ningún
rumbo y sin claro, ningún motivo.
De a ratos pensaba en su voz, de a ratos pensaba en
su oído, de a ratos se rendía y pensaba que tal vez sí, que tal vez aquel
trauma podía causar también esto, que si pudo acostumbrarse a aquello, podría hacerlo
con esto, hasta que el frío le corría por la espalda y volvía a tener miedo,
mordía el labio, tragaba el llanto y se intentaba convencer de nuevo, que era
imposible que él fuera sordo. Se fue dando cuenta que no había estado en mucho
tiempo en esta parte de la ciudad, este pequeño puñado de casas de una sola
planta no le era familiar, se sintió algo perdido al ver que la diagonal
terminaba y que había llegado a las vías del tren aunque a simple vista no se
veía la estación hacia ninguno de los dos lados. Había algo familiar en todo
aquello, pero no podía descifrar que era, caminó un poco más hasta que se
declaró oficialmente perdido.
La cantidad de casas había decrecido y ahora sólo
podía divisar una en la calle donde estaba, las demás se veían a la distancia,
el sol se empezaba a perder detrás de los pinos que acompañaban el río, sacó
una pequeña libreta que siempre llevaba consigo junto con un lápiz recortado y
escribió su dirección junto con la frase “Estoy perdido”, fue caminando hacia
la casa de color verde agua que había visto, quiso tocar la puerta pero la
encontró abierta, igualmente golpeó dos veces y aguardó, la chimenea de la casa
humeaba, aunque no se veían luces prendidas, en su silencio, volvió a golpear,
y aguardó nuevamente, pero nada cambió. Pensó que debería irse, caminar hasta
una próxima casa, probar suerte en otro lado, pero algún impulso lo llevó a
entrar, dio un paso y luego otro, el corazón le latía fuerte, a medida que se
adentraba en la casa su pulso aceleraba, llegó hasta un comedor, un plato con
algunas sobras ocupaba la mesa, decidió dar dos palmadas para anunciar su
presencia nuevamente, palmeó una vez, el corazón explotaba, palmeó una segunda
vez, una gota de sudor recorrió su columna, y en ese instante, a sus espaldas,
desde la cocina que el aún no había mirado, se oyó el sonido de una taza que se
estrellaba contra el piso, un sonido nítido, un sonido real, un sonido eterno,
divisible en eternos milisegundos que duró en su tímpano que galopaba, que
vibraba, giró inmediatamente preso de la emoción, allí, contra un desayunador
californiano, con un jean gastado y un buzo universitario, una mujer de pelo
castaño muy oscuro miraba el piso, luego levanto la vista y él pudo ver sus ojos llenos de
lágrimas, lo miró incrédula, lo miró un segundo eterno mientras las lágrimas se
desplomaban en su rostro y le dijo:
- .Hola. Volviste. – Un sonido completo, puro, el aire, el río, lo árboles, todo un
colchón sonoro por donde esas palabras flotaban, y él las oía.
- .Hola. – Dijo él y su voz flotó junto con ella.